El consultorio se renueva para el final del invierno. Luego de un verano tan caluroso y asfixiante, decidimos darle un refresh para que los pacientes corporativos se sientan cómodos, como si estuvieran en la empresa, a esa que ya no van tan seguido oportuno al trabajo híbrido. Invertimos en plantas para darle un ventarrón de plantario al vestíbulo de entrada: todos cactus para que los ejecutivos sientan las dificultades laborales. Pero una vez en el interior de nuestra acogedora morada, la paz y la vieja vida corporativa se sienten a galantería de piel, ya que fuimos a un anticuario en San Telmo y compramos objetos en desuso de empresas fundidas en alguna crisis del país: una máquina de escribir Remington, una caja registradora, un fichero, lapiceras de pluma, abrecartas, pisapapeles, un planeta terráqueo y un sello de cola con tinta y almohadilla.
El timbre sonó y en la puerta nos encontramos con Rubén, quien estaba transpirado por poseer venido en su bici plegable. Rubén saludó y se paralizó en el vestíbulo de entrada viendo la variedad de cactus. Por el rictus en su cara, pareciera que no es una planta de su gozo. Ya en el consultorio, miró detenidamente la máquina de escribir y preguntó: “¿Qué es esto?”.
Lo invitamos a recostarse en el canapé y, antaño de que pudiera preguntar poco, disparó:
–Mire doctor, yo ya sé harto de psicoanálisis. De hecho, me vengo psicoanalizando desde los 18 abriles, desde que mi causa me dijo que el poema que había escrito era horrible y que nunca sería escritor. Vengo porque estoy en una alternativa gremial y me dijeron que usted tiene experiencia corporativa, así que vayamos al forúnculo y no me pregunte cómo me sentía en la panza de mi causa.
–No pensaba preguntarle eso, Rubén. Cuénteme qué le está sucediendo.
–No sé por dónde asomar. Si tuviera que titular esta charla diría que mi cabecilla es un bully y yo, un idiota, porque no hago carencia, o no sé hacer carencia. Es que él es muy bueno en lo que hace, consigue resultados, es muy válido y nos deja a todos expuestos como si fuéramos estúpidos. Y la verdad es que puede que tenga razón y que somos todos idiotas como él dice en las reuniones de trabajo.
–Cálmese y no se autoflagele. Le pido que me cuente alguna situación donde usted haya sentido el bullying.
–Bueno, qué decirle… no hay vez que yo esté haciendo una presentación y que no la interrumpa y haga críticas despiadadas. La última vez me interrumpió y me dijo “no estás yendo al punto y estamos perdiendo tiempo con esto”. Otra vez me dijo “estas visiones de muchedumbre zagal… hace errata más polenta, Rubén”. Imagínese, en ese momento me incomunicación y se me cae la presentación y el alma al pavimento. Lo peor es que, cuando analizo lo que me dijo brutalmente, tiene razón, debería poseer presentado de otra forma. Pero es que estoy bloqueado. Empecé a tomar receta antaño de ir a las presentaciones, pero no me dio resultado. Cuando tomé Clonazepam se me trabó la lenguaje y, en vez de caerse palabras, se me caía la espumajo.
–¿Qué otra situación me puede contar?
–Déjeme pensar… no sabría ser preciso. Pero, por ejemplo, en las reuniones con el equipo, encima de interrumpir y ningunearnos, muchas veces le pega a la mesa y todos saltamos de nuestras sillas como si nos pincharan la trasero. Nunca nos insulta personalmente, pero usa palabras espantosas como “este trabajo no conduce a ningún banda” o “esto es inútil” o “esta presentación nos hace perder tiempo y foco”. Y uno es humano doctor. Emocionalmente quedamos limados.
–Rubén, está muy callado. ¿En qué piensa?
–Mínimo, me entristece todo esto.
Rubén tomó el sello, la almohadilla y la tinta y se manchó la camisa que tenía puesta:
–Qué objetos raros que tiene acá doctor. No entiendo para qué sirven estos cachivaches.
–¿Qué piensa hacer ahora, Rubén?
–Estoy encarando una búsqueda gremial interesante. Busco un ámbito bueno, tranquilo, respetuoso. Estoy dispuesto a irme por lo mismo que gano hoy o menos, y mire que con la inflación que hay eso puede parecer suicida. Pero no aguanto más.
–Y si se va, ¿cómo renunciaría? ¿Va a encarar el tema del bullying?
–Le digo la verdad, sueño con ese momento. Si este nuevo trabajo se me da, voy a ir a la oficina de mi cabecilla, le voy a arrostrar un té con un diurético aceptablemente potente y le voy a asegurar que me voy, que en realidad no lo aguanto más. No creo que le afecte lo que le diga, pero el diurético lo va a tener entretenido un buen rato.
Rubén se levantó, lo noté más voluble. Se acercó a la puerta de salida del consultorio, pagó, me miró y me dijo:
–Gracias doctor, hice una buena catarsis. Solo una recomendación: los cactus son espantosos y los objetos de engalanamiento, incomprensibles. Meta unas lavandas, un jazmín, poco aromático. Todo esto me estresa. Armó su bici plegable y se fue a tomar un latte a un bar en Palermo, para digerir todo lo que había pensado.
El bullying es incremental: el estrés se acumula, la ansiedad va dando circunstancia a la desesperación y el ataque de pánico y la medio tóxica nos invade a todos. Si la muchedumbre considera que uno es un mal cabecilla, es que sos un mal cabecilla. Si los empleados tratan de evitarte, la muchedumbre talentosa va a evitar trabajar con vos. Los bullies en las organizaciones no tienen excusa. Solamente los buenos resultados y culturas corporativas corroídas por títulos impregnados de olor cloacal les permiten resistir en sus puestos. Lo mejor que le puede suceder a la empresa de Rubén es darse cuenta de que ese cabecilla es una basura y que los pocos títulos que le quedan a esa empresa están a merced de bestias organizacionales como ese cabecilla tóxico y abrasivo.
Y para que Rubén esté más adecuado, lo mejor que puede hacer es irse de esa ámbito o de la compañía. Pero ojalá que, antaño de hacerlo, su enojo y angustia se haga observar para que, detrás de su partida, echen a la bestia de su cabecilla.