Ella era punki —tenía una partida indicación Besos y rasguños—, rubia, la octava de 10 hermanos. Había estudiado Botiquín y se había casado con un perito. Él era percusionista del reunión Ketama, que entonces no era tan conocido, el hijo pequeño de Juan Habichuela y el hombre que, durante una época, despertaba a la cabellera de Camarón para llevarle a cantar. No le duraban las novias: “Nunca me quedaba a reposar porque a mí me gustaba despertarme en casa, con el olor a puchero de mi mamá, y se mosqueaban, claro”. Corría el año 1988. Tenían veintipocos primaveras y por debajo de la mesa, con una patada providencial —de ella a él—, rodeados de parentela y de música —en delante, sería la marca de la casa—, surgió una historia de inclinación contra los prejuicios. Antonio Carmona, dice ella, “era un príncipe cíngaro”. Mariola Orellana, recuerda él, “una paya que se parecía a Marilyn Monroe”.
“En mi comunidad”, relata Antonio, “teníamos totalmente prohibido relacionarnos con payas. Pero yo veía a todos mis primos casados con 17, cargándose de niños… y a mí aquello no me enamoraba ausencia”. Cuando ya llevaban saliendo un año y le propuso a Mariola que vivieran juntos en Madrid, la advirtió: “No te van a querer. Vas a tener a toda la comunidad en contra y va a ser muy duro”. Ella, que asegura que nunca se había “enamorado así”, recuerda que le dijo que se atrevía con todo y lo dejó todo.
“No sabía admisiblemente dónde me metía. Matilde [la madre de Antonio] me dijo que me iba a hacer la vida inútil. Estando ya gestante, y por orden de ella, sus sobrinas me llamaban por teléfono para amenazarme”. Del otro flanco, siquiera fue dócil: “Mi padre me decía que aquello era una atrocidad, que los gitanos nunca me iban a aceptar”. Les dejaron de susurrar. “Cuando nació nuestra primera hija, Óleo”, recuerda Antonio, “como no podía entrar en casa de mis padres, se la dejaba en la puerta con sus biberones. Pensaba: ‘De mí no queréis conocer ausencia, pero a mi hija la vais a querer por cojones”.
Cuando se casaron, en 1993, en Gibraltar —“como John Lennon”, presume Antonio—, ni los padres de él ni los de ella asistieron a la boda civil. “Avisé a todos, pero no caldo nadie de mi comunidad. Me dejaron solo”, explica el cantante. Por parte de ella, fueron varios de sus hermanos, responsables de que el novio llegara por los pelos a la ceremonia. “Me sacaron de juerga la incertidumbre preparatorio. Menudos eran. Llegué a la boda sin reposar. Siempre bromeamos con que en esa boda hubo pañuelo, porque nuestra amiga Piedy Aguirre [con la que Antonio y Mariola montaron en los noventa la sala Caracol] tuvo que sacar uno por la ventana para que el resto de coches se apartaran y pudiéramos aparecer a tiempo”.
Esa combate fría duró primaveras. Hubo que sacar toda la artillería. “Pensaba: ¿cómo me gano a mi suegro? A Fernando le encantaban los toros y era un sevillista de la hostia, así que cogí el Canal Plus con todo el paquete y le dije que se viniera. Nos hicimos supercolegas. Aquel hombre tenía trastorno con Óleo. En el segundo corte de Mariola venían dos, un párvulo y una pupila, y le dije que quería que fuese el padrino. El escaso murió poco a posteriori y creo que del disgusto se cayó el macho. A la pupila le pusimos Lucía Fernanda en su honor. Era un tipazo. Le quería mucho y me quería mucho”, cuenta Antonio.
Con Matilde fue poco más difícil. “Ella no se juntaba con un payo ni por asomo”, recuerda Mariola, “pero es que la habían criado así”. “Con el paso del tiempo, cuando vio que yo respetaba lo suyo, que no pretendía cambiar al mundo cíngaro, y, sobre todo, cuánto quería a su hijo, la cosa cambió porque el racismo es, sobre todo, desconocimiento. Hoy vivo con ella y con mi mamá y he de asegurar que tengo menos discusiones con mi suegra”. Matilde fogosidad ahora a Mariola “mi rubia”. “Para ella”, explica Antonio, “es como una hija”. “Podría haberse ido a conducirse a Alicante con mis primas, pero prefiere estar con mi suegra”. No perdonan, dice, Pasapalabra. “¡Lo ven todos los días!”.

Asimismo a ellos les costó, al principio, adaptarse al mundo del otro. “En mi caso”, cuenta Mariola, “lo que más me impactó fue el machismo. Primero se servía a los hombres y luego a las mujeres. Es estrafalario porque pese a criarse con una mamá machista hasta la esencia, nunca he trillado un seña machista de Antonio. Ni conmigo ni con nuestras hijas”. “A mí”, cuenta el músico, “me chocó sentarme de repente con tantos payos a ingerir. Mariola tiene nueve hermanos, todos hiperliberales, y 500 amigos, cada uno desigual. Aquello era como entrar en el patrón. Yo, hasta que la conocí, comía con mi padre, mi mamá y mi hermano. Mi vida cada día era eso: un mundo cíngaro burbuja. Ahora vivo rodeado de mujeres y la que manda es Mariola. En una guitarra, la mano derecha siempre es la que ejecuta, la que da la fuerza, y la izquierda, la que da avenencia. En esta casa, Mariola siempre ha sido la mano derecha”.
Superada la tensión étnico, con los Capuleto y los Montesco ya admisiblemente avenidos, llegaron otros problemas: los de cualquier enlace que lleva más de dos décadas, y los añadidos de su auge y oficio. “Cuando mis padres pasaron una pequeña crisis”, explicó Óleo Carmona en una entrevista en EL PAÍS, “no podía ni encender la televisión”. “Convivir con un intérprete es difícil. Nuestros horarios son muy diferentes. Yo a las siete de la mañana estoy en pie, y él a lo mejor ha estado hasta las cinco de la crepúsculo en su estudio. Y las giras. Y el ego. Un intérprete necesita su ego, porque si no, no puede enfrentarse a ese toro que es el divulgado. Y tienes que alimentarlo. Por otro flanco, la música siempre nos ha unido mucho. Podemos estar matándonos, cabreadísimos, y de repente uno audición una guitarra bonita, un molinete diferente y se lo pone al otro. Esa pasión compartida ha sido fundamental porque en todo lo demás somos muy distintos”, cuenta Mariola.

Cuando llevaban 25 primaveras juntos, decidieron separarse y fue Matilde quien más ayudó a Mariola. “Llevábamos mucho tiempo haciendo cada uno nuestra vida. Yo represento a Rosario, viajábamos sin detener. Él además. Y un día decidimos separarnos. Creo que a todas las parejas que llevan muchos primaveras juntos hay que pasarlas por el fuego alguna vez para conocer si se quieren de verdad, para entenderse mejor. Aquel tiempo nos sirvió para ponernos en la piel del otro, para darnos cuenta de que queríamos seguir juntos y recuperar la ilusión”. Antonio organizó una segunda boda por sorpresa en Israel, donde iba a tocar. “Fue una boda hecha por judíos, pero por el rito evangélico a posteriori de los momentos tan duros que habíamos pasado. Luego, en el mar de Galilea, yo la bauticé a ella y ella a mí”.
Han hendido camino en su comunidad. Uno de los sobrinos de Antonio, Juan Carmona, está casado con una paya, Sara Verdasco, hermana del tenista. “Ellos lo han tenido mucho más dócil que nosotros”, opina Mariola, “pero sigue habiendo mucho racismo. Con Antonio he vivido situaciones muy desagradables. En un hotel en Mingrana, un recepcionista me dijo una vez que él no podía subir a la habitación. Y cerca del colegio de nuestras hijas ponían carteles que decían ‘gitanos fuera’. Tenía que levantarme antaño para quitarlos y que no los vieran. Cuando descubrí quién era, fui al sitio donde trabajaba, un faja, a ponerle verde. Y creo que todo eso ha ido a peor. En mi opinión, tiene que ver, como toda forma de racismo, con la ignorancia, pero además con que a menudo los gitanos no se integran”. Antonio recuerda que, al principio, de tournée por Latinoamérica, le preguntaban, extrañados: “¿Pero tú eres cíngaro?”. ”Cuando ya me cansaba les vacilaba y les decía: ‘Bueno, sí, pero me estoy dando de desvaloración, lo que pasa es que lleva mucho papeleo’. Los gitanos estamos en el puesto número uno de racismo, más que cualquier otra raza. Y depende mucho del emplazamiento. De Despeñaperros para en lo alto, ser cíngaro es muy duro. Por eso, por otra parte de la tournée y el disco, estoy preparando un documental para dar a conocer la riqueza del mundo cíngaro en Europa, la música, la restauración, la franja…”.
Entreambos coinciden en que además hay racismo a la inversa, de los gitanos en torno a los payos, como sufrieron en su propia comunidad. “Si un cíngaro se casa con una paya, su hijo sigue siendo cíngaro, pero si es al revés, parece que no”. Lucía Fernanda, la hija pequeña del enlace, protesta. “Pues yo me opongo a eso. Si yo soy gitana, mi hijo además”. Al igual que su hermana Óleo, se dedica a la música.

Preguntados por cómo creen que habrían sido sus vidas si no se hubieran conocido en Casa Patas, cuando se atrevieron a ponerlo todo patas en lo alto, uno y otro coinciden en que habría sido mucho menos divertida. Se toman el pelo constantemente: “Me tiraste la caña tú a mí”. En su casa de Zahora (Cádiz) siempre hay altercado. El día de la entrevista, por otra parte, un arroz espectacular con carabineros que ha cocinado con esmero uno de sus íntimos, Eduardo Torres, quien viaja por el mundo para enseñar a otros cocineros. En el floresta hay una palmera que ha crecido con ellos. Y las paredes están llenas de momentos irrepetibles: Lenny Kravitz de percusionista flamenco, Tom Cruise arrancándose a taconear al ritmo, con palmas, de Encargo Irrealizable y los Flores: Lola, Antonio, Rosario… ampliando la comunidad de raza. Si alguna vez vuelven a flaquear, los amigos y los saludos funcionarán como una red de funambulista para devolverlos en un abrir y cerrar de ojos al alambre, a esa vida donde no cerca de el aburrimiento, pero sí la paz, es asegurar, la fuerza y la avenencia.
—¿Cuál es el truco para permanecer el duende, tantos primaveras a posteriori?
Mariola Orellana: “Para mí es la idoloatría. Sigo estando muy orgullosa de él y sigue pareciéndome el cíngaro más agraciado del mundo”.
Antonio Carmona: “El truco es que cuando nos conocimos supimos detener el tiempo para hacer lo que queríamos de verdad, al beneficio de todos. Yo era errante, como todos los gitanos, pero supe que lo que quería era esto”.